El pasado fin de semana decidimos volver a rodar desde San Lorenzo del Escorial. La zona tiene una posibilidades magníficas, la altura es propicia para la temperatura de esta época del año, las vistas inigualables y, además, contábamos con un rider que aún no conocía la zona… motivos más que suficientes para regresar por estos lares.
Son las 9.00h de la mañana, pero estamos en la segunda quincena de junio y el calor, aunque soportable, ya se hace notar. Nuestra primeras pedaladas nos dirigen al inicio de la primera de las dos subidas del día, que nos conducirá a 1.750m de altura. Este primer ascenso tiene tres partes bien diferenciadas: las zetas, un sendero estrecho, tapizado con pinaza y salpicado de piedras y raíces, con las 17 curvas cerradas que le dan nombre; la pista hasta el Malagón, en su mayor parte asfaltada; y la última subida hasta Abantos, una pista forestal que su último tramo se endurece por la pendiente y la buena cantidad de piedras que aparecen.
Gestionamos las zetas sin presa pero sin pausa, disfrutando la subida, que nos hace entrar en calor a pesar de rodar protegidos del sol por los pinos. En la subida hasta el Malagón, le damos rienda suelta a la charla, para hacer más corto el tramo de asfalto que tan poco nos gusta, aunque las últimas rampas, además de callarnos, convierten el grupo en una «fila india» con sus elementos más o menos separados. Alcanzado este puerto, el camino hasta Abantos se nos hace mucho más corto: empezamos a disfrutar de las vistas y sabemos que nos queda muy poco para empezar a gozar de las bajadas.
Parada obligada en Abantos, donde las vistas de todo el valle son impresionantes: el monasterio del Escorial y Valmayor destacan especialmente. Unos cuantos senderistas nos acompañan junto a la cruz, donde aprovechamos para hidratarnos y colocarnos las protecciones, que aunque aún no imprescindibles, si que son aconsejables. Una vez preparados comenzamos el primero de nuestros descensos, que primero nos lleva hasta San Juan por un sendero pedregoso que luego se convierte en pista. Desde San Juan la pista vuelve a convertirse en sendero, en el que comienza a asomar esas piedras y raíces que tanto nos entusiasman.
La senda nos deposita en el refugio de la Naranjera, prácticamente destruido pero situado en un lugar inmejorable, donde la paz y el paisaje se disfrutan a partes iguales. A unas decenas de metros del refugio, y escalando entre las grandes rocas, se alza uno de los «balcones» con mejores vistas de la zona: el Valle de los Caídos, La Jarosa, Guadarrama… Tras disfrutar de las vistas y hacer las fotos de rigor, continuamos el descenso. El sendero se rompe aún más y las piedras comienzan a ser más numerosas y a estar más descolocadas, lo que te obliga a extremar la precaución y soltar los frenos para no quedarte «atascado» con ninguna de ellas.
Tras el descenso, y con el típico brillo en los ojos que nos provocan estas técnicas bajadas, llegamos al campamento Peñas Blancas, desde el que llanearemos hasta alcanzar la divertida trialera que nos deposita a orillas del embalse de la Aceña. Desde el embalse hay que afrontar la segunda y última subida del día, primero por pista y después por asfalto, hasta llegar de nuevo a las proximidades del Malagón, donde buscaremos el inicio de la «perla» del día: los Vascos.
Ésta es una de las trialeras de la sierra que más nos gusta. Comienza siendo un sendero, estrecho y entre árboles, con algunas curvas plagadas de piedras donde elegir la trazada adecuada te conduce o al éxito o a «hacer un pie», de esos que tanto hieren nuestro orgullo. Llevamos una buena velocidad, interrumpida en un par de ocasiones por el respeto que debemos a los grupos de senderistas con los que nos cruzamos. Reagrupamos en cada una de los dos pistas que interrumpen la senda, para dar descanso a los brazos y a los abductores y comentar las mejores jugadas.
El último tramo se «embrutece» algo más, apareciendo escalones, buenas piedras y muchas raíces, que nos permiten terminar la ruta muy satisfechos y habiéndonos ganado las cervezas que degustamos en La Horizontal. Hay lugares que no importa visitar a menudo, y no me refiero tanto a la terraza, donde la simpatía de alguno de sus camareros brilla por su ausencia, si no a los parajes por donde hemos disfrutado durante toda la mañana.